Pasé un año de mi larga e incansable juventud arrastrando el peso del vivir conmigo. Respiré algo más de 470 días desconectada de mis emociones, mis sentimientos más profundos, mis inquietudes y mis principios más sólidos. Mi cuerpo entonces funcionaba gracias a unos cuántos gramos de impulsividad diarios. Me dejaba llevar por todo lo que la biología estuviera dispuesta a ofrecerme, sin excepciones. Solo me interesaba el contacto físico con los hombres. Las mujeres permanecieron todo este tiempo en segundo plano, mientras que la asexualidad y yo nunca logramos trabajar juntas. Cuando por error una de mis arterias recibió un mensaje no verbal proveniente de la cima de esta montaña, volvieron a fusionarse todos mis cables sueltos. Entonces todo empezó a conectarse en mi interior, y me desperté por fin después de esos 470 y pocos días de sonambulismo consciente. La magia se había roto porque yo la había asesinado. Las historias ya no crecían como los árboles porque no quise permitir que existieran. Contemplé con ojos que ya no parecían míos un paisaje desolador a mis espaldas. Lo más parecido que he visto a un campo de batalla tras la más grande explosión de todas. Un lugar completamente muerto, arruinado hasta las raíces y perdido en un infinito sin farolas. Comprendí que yo había sido la culpable de todo aquello. Tras eso, lo último que recuerdo es que un poderoso deseo de que me rompan el corazón me invadiera por dentro, como abrasándome los pulmones, bajando hasta las costillas. Deseé con tanta fuerza que me hicieran daño de verdad que hasta pude oír el crujir de algunos de mis fragmentos. Pero el amor que yo recordaba era algo puro, un gesto generoso y un sueño amable, así que tiempo más tarde comencé a buscar a alguien que supiera vivir sin filtros. Alguien que destapara los tarros de la cocina sin preguntar, que compartiera paisajes conmigo sin importar el color con el que hayamos amanecido, y encontré soledad. La auténtica soledad de coexistir conmigo misma.
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